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Manel del Llano, Víctor Rahola y Josep Quetglas

Muere el arquitecto Manel del Llano

Imatge: 
De izquierda a derecha: Manel del Llano, Víctor Rahola y Josep Quetglas | © Víctor Rahola
Recordando a Manel

Culto, inteligente y alegre. Así era Manel.

Amigo de los amigos, su círculo de amistades eran varias a la vez que diferentes; arquitectos, navegantes, amigos del motor, grupo SADE (David, Mariona, Luis), clubes náuticos, amantes de la música...

Su hablar era distendido y amable, sabía escuchar al otro y participar de la conversación.

En él la inteligencia precisaba algo más que el saber razonado, incorporaba la sensibilidad para detectar el matiz.

Esto era lo que le apasionaba, tener una visión del detalle para conocer el porqué de las cosas.

Manel podía estar una tarde dando explicaciones y dibujando todos los detalles de un motor Boxer en V o la construcción de una góndola y del porqué de su asimetría.

Pero, por encima de todo, era la arquitectura lo que le seduciría. Ésta sería la faceta más importante de su actividad. Dedicaría gran parte de sus esfuerzos y conocimientos trabajando como un artesano en su oficio, con claro desprecio hacia la profesionalidad de la arquitectura.

Los últimos encuentros los hacíamos en el bar Velódromo.

De aquel espacio teníamos antiguos recuerdos de épocas ya lejanas y podíamos disfrutar de una buena proximidad para hacernos entender, a pesar de que después de tantos años de amistad, en el que está todo dicho, los silencios se hacen más importantes que las palabras.

Ahora ha muerto un amigo y compañero al que conocí de joven dibujando en el aula de dibujo artístico de la escuela de arquitectura junto con Montse, y desde entonces hemos vivido desde el afecto de una profunda amistad.


Víctor Rahola



A la muerte de Manel


Ya no nos volverá a explicar por qué el viento no empuja las velas, sinó que las absorve. Le podías mostrar la foto de un velero de otro tiempo y deducía el nombre del diseñador, como podía distinguir a primera vista un Colin St John Wilson de un Erskine. Y sabía todos los ingenios, desde el polipasto hasta por qué los pernos son dextrógiros, y la Vespa, y las bicicletas.

Le gustaba la música, y era devoto de todas las Cecílies.
Era elegante, como elegante era Coderch, el joven Sostres o mossèn Ballarín.

Contaba la tensión que sentía, cuando dibujaba las casetas de Ventolà, en el despacho de Sostres, en la plaza Letamendi, doblado sobre el mostrador de dibujo. Sostres estaba todo el rato detrás de él, mirando cómo avanzaba el dibujo, tras su espalda. Él iba recibiendo en la nuca el aliento rítmico de la respiración, que se detenía de golpe cuando el lápiz llegaba a un punto comprometido del proyecto.

No entristece su muerte, anunciada por sus largas enfermedades. Entristece el trabajo que no ha hecho, que no le han dejado hacer. Era el más capacitado del curso a la hora de proyectar. Que este tiempo malo no haya sabido darle los trabajos que le esperaban es un signo más de la miseria de nuestra época, que prefiere dejar pista libre al histrionismo.

Con orgullo, hacemos parte de su generación, ya absorvida por el viento oscuro, y que deja atrás un mundo más oscuro todavía.

“No naixerà cap marbre
d’eternitzades ones
ni s’alçaran vols d´àngels
d’imaginaris imperis.
Car és vingut de sobte
el temps dolent, i em porten
veus de records, per buides
estances de Sinera,
fins al guaita de l’alba,
xiprer que sap l’incendi
del mar i d’aquest núvol.”
(Espriu, 1946)

Pep Quetglas
25/05/2020
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